miércoles, 13 de enero de 2016

Si suena es porque existe



















La casa pertenecía al conurbano bonaerense de comienzos del siglo pasado. Por estar ubicada en una esquina, tenia una amplitud mayor a las demás, acostumbradas a tener una fachada simple, con un bodrio de ventana que dirigía sus faces del interior hacia fuera. La casa, tras una sucesión de dueños había sido partida, con lo cual terminó reducida a su más minima expresión. Por dentro, fue objeto de refacciones mínimas pero por momentos aun permanecía esa energía cargada y a la vez benigna, esas que tienen un aire a nostalgia; y claro, un olor de disputa entre naftalina y polillas. Los golpecitos habían comenzado ocho días atrás. Ricardo los había descubierto mientras soñaba recibiendo el Premio Casa de las Américas en plena Cuba post-Castrista. A pesar de su molestia, no había podido más que lanzar un par de maldiciones mientras se levantaba de la cama para hacer sus abluciones diarias. Alfonso, más imperecedero, seguía abstraído en las dramaturgicas letras que no se cansaba de escribir cada mañana sentado en las gradas de la escalera malhecha. Ricardo bromeaba con que tenía un estilo abstracto (la escalera).

- ¿A quién se le ocurre trabajar tan temprano? – comentaba con molestia el muchacho mientras secaba su vaso de leche con cocoa matinal.
- Ricardo date cuenta que temprano no es. Esos sonidos comienzan a partir de las ocho de la mañana. Si te despertaras más...... ¿Sabes? A veces creo que sigues con el reloj marcando la hora en Lima – replicó su compañero de cuarto, con un poco de sorna.
- Pero Alfonso, no es la voz que jodan así. Es como si tuviera el taladro en las orejas. Además, yo duermo hasta un poco mas tarde porque me quedo avanzando textos en la madrugada – respondía mientras acariciaba a Fermín, el perro de la dueña de la casa.

Décimo día. Ricardo no aguantó más. Lanzó mentadas de madre a discreción, con gritos ahogados como si llorara por dentro con mucho sentimiento. En su desesperación comenzó a golpear con sus propias manos la pared de donde venían los ruidos tan molestos. Alfonso seguía la escena primero con mucho susto, debido a la repentina reacción de su amigo y luego con la impasividad de siempre. Tal vez hasta lo retrataría en alguna pieza teatral. ¿Quién sabe? Ricardo se vistió a toda carrera con un ímpetu desenfrenado. Bajó las escaleras rápidamente y logró abrirse paso tras esa vieja y pesada puerta de madera que daba a la calle. Se pegó con un rayo de sol invernal en la cara y dos vecinas interrumpieron su caminata cansina para observarlo con gesto raro. Como se miran a esos sujetos que no concuerdan con la armonía del espacio vecinal. Ricardo obvió saludos y mucho menos explicaciones. Iracundo, dobló la esquina que lo separaba de la bipartición de la casa.

Tras detenerse en un microsegundo a observar las líneas divisorias de la calzada, logró levantar la mirada, como quien toma aire para iniciar la afrenta con el ocasional y tan sólo audible adversario. Grande fue su sorpresa. No halló domicilio alguno. En todo caso, solo podía observar un terreno baldío, el cual estaba plagado de tierra; un cúmulo de basura fosilizada mostraba que no había visos de vida desde la Segunda Guerra Mundial. Pero ¿de donde vendrían aquellos ruidos?

Ricardo bajó la mirada sintiéndose por un instante el hombre más cojudo del mundo. Espió de reojo si alguien era espectador de tamaña escena. Se sintió aliviado al darse cuenta que sólo un perro que cagaba huidizamente le echaba un leve vistazo. De regreso a casa, abrió la puerta, subió las escaleras y tras ser ignorado por Alfonso, se tiró en la cama mientras seguía escuchando el punzante sonido del taladro.

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