martes, 31 de mayo de 2016

Manual del perfecto Escritor Latinoamericano II





















Pasaron los meses, y me dediqué a olvidar ese premio y sentarme a escribir lo que sería mi primera novela (La casa del Mono Pedro) Ya casado con Valeria, ingresé a trabajar como corresponsal de “El Matutino”, célebre semanario de opinión limeño. Ello, si bien no me daba una fortuna como sueldo, ayudaba a pagar casi todos mis gastos, así como tener una flexibilidad de horarios para escribir. Completábamos el pago de las cuentas con el pequeño sueldo de Valeria, que en esa época hacía sus pininos como psicoanalista recién salida de la Asociación Argentina del Psicoanálisis.


Tras una boda apurada, debido a un contratiempo con los boletos del avión, terminé en la fila de los casados. El brindis y los saludos se obviaron para luego porque simplemente el avión nos dejaba, y si no viajábamos en ese momento no lo haríamos hasta cuando cumpliéramos una década de feliz matrimonio (circunstancia que nunca se dio). Ni siquiera un malentendido con una refrigeradora y un perro nos detuvo en la carrera loca hacia Ezeiza. Tendríamos nuestra luna de miel soñada en Ushuaia, con bolas de nieve y mucha intimidad. Y fue así que para mí, dentro de todo ese sueño loco el nuevo estado civil fue probablemente un saludo a la bandera, barruntaré que por motivos personales me daba lo mismo tener o no un anillo de compromiso brillando en mi dedo anular. El sentimiento estaba, existía y muy adentro. ¡Caray, lo que es la juventud!


Tras la resaca amorosa que puede darnos una boda, unión simbólica o lo que se le parezca comencé e intenté hacerme a la idea de estar casado y adicionalmente seguir escribiendo. Pasábamos las tardes yendo a los cines del barrio de Constitución, donde cada semana había ciclos de cine francés, vietnamita y español de toda época. O caminando por Parque Centenario, mirando las baratijas que vendían los comerciantes ambulantes que se posaban sobre esas aceras tirrias y con olor a invierno. Invierno fue lo que en suma se me avecinó. Llegué a publicar la novela y tuve mayores colaboraciones literarias en distintos semanarios o compilaciones latinoamericanas. Gracias a ello, pude granjearme un puñado de invitaciones a congreso o simposios en varios países. En uno de ellos, realizado en Bogotá, conocí al Dr. Vega, lúcido hombre de letras colombiano. Luego de habernos bebido hasta el agua de varios floreros y disertar sobre Baroja y Unamuno (pasión que compartimos), me invitó a ser parte de su plana docente en la Universidad Libre de Bogotá, el semestre siguiente como profesor invitado del curso de Literatura Latinoamericana. Complacido y no poco emocionado acepté gustoso. Sólo debía de convencer a Valeria para que me acompañe ese semestre o muera en el intento.

Dada esta situación, con algunos antecedentes, Valeria y yo estábamos en un punto culminante de nuestro matrimonio. Ella, la muchacha simple y emocional a la vez que siempre fue, de un tiempo a otro cambió de actitud. Intuyo (porque nunca se lo pregunté) que su cambio se debió a mi negativa, en primerísimo momento, a tener familia. A lo único que aspiraba en esos años era a tener un perro pequines o uno que otro pececillo en mi sala. Yo no tenia esa rutina que me hiciera un hombre normal, por ello no podría acomodarme aún a la presencia de un niño. O en todo caso el a mi, que no seria lo mas justo. Para mí.

Nunca hubo reproche alguno, no lo hizo expreso, pero si me lo demostró con la actitud. Se ausentaba mucho de casa. Ya no salíamos a dar esos paseos por Corrientes, ni a sentarnos en la banca de alguna plaza a reírnos de la gente que pasaba o en suma de nosotros mismos. Asumí que sería estrés propio de una psicoanalista. Pero luego me di cuenta que el del problema era yo, o algo circundante a mi figura en esa relación.

La depresión post obra literaria había sido una regla en mi devenir literario. Pero luego de haber publicado mi tercera novela (Edificación Edificante) y haber sido traducido por primera vez a tres idiomas (Ingles, portugués y catalán) la bajada emocional fue mayor y mas duradera en todo aspecto. No quería ni salir de mi cama. Dejé de escribir por varios meses. Ni siquiera leía con la profusidad de antes. Creo que comencé a sentir que ya era de sentar cabeza: comprometerme de veras en algo comenzaba a escribirse en mi agenda biológica. Con 40 años encima, ya no era el mismo.

Valeria terminó por darme un ultimátum, el cual yo nunca pude asimilar a cabalidad. Simplemente no atiné a mucho. Sólo vi dos cosas: como se llevaba sus cosas y también la manera como nuestro matrimonio se venia abajo. Ante ello, en un ápice de supuesta lucidez, luego de recibir la propuesta de viajar a Bogotá por una temporada, intenté comunicarme con ella y proponerle darnos una oportunidad con ese viaje, pero, yo no estaba en su agenda personal. Diplomática y freudianamente, me mandó por un tubo. Un poco desolado, pero con muchas ganas de darme un respiro en la atormentada vida que me estaba soplando desde hace algunos meses, viajé a Bogotá, con la misma capacidad de asombro con la que salí de Lima la primera vez. Al final me quedé por dos años. En mi primera etapa, tras algunos accesos de llanto (de cuando en vez), mi vida sólo se resumía a dictar clases y regresar a casa para ponerme a escribir. Algunas veces, me animaba a cruzar palabra con alguno que otro profesor local.

Terminado el periplo bogotano, recalé algunos meses en España invitado por algunos amigos de mi juventud bonaerense. Al comienzo tras algunos días de farra, con momentos plagados de bohemia y trasnoches comencé a sentirme vivo otra vez. Pienso que tras la resaca de todo lo sentido mi ánimo sufrió un pico interesante. Aunque en el fondo, lo único que deseaba era recuperar el tiempo perdido. Luego de todo eso y varios años, escribí dos novelas mas y una editorial vasca hizo una recopilación de todos mis cuentos; dicté millones de conferencias por lugares que nunca en mi vida pensé visitar. Y mi obra llegó a lugares donde nunca imaginé ser leído.

Regresé al Perú. Con barba crecida y gente esperándome en el terminal (Últimamente le cogí terror a los aviones). Fueron alrededor de 30 años que viví como un paria por varios países, yendo y viniendo. Siempre pensé que la vida es como un gran tren que avanza a una velocidad constante por muchas estaciones, las cuales representan los años que uno va viviendo. El tren simplemente no se detiene. Sólo avanza sin dar vuelta atrás. Y sin importar el estado cochambroso y/o jubiloso en el que nos encontremos. Cuando decidí regresar lo primero que se me vino a la mente fue la de poder establecerme en Lima. Tal vez, poder conseguir alguna cátedra en una universidad bien pagada, seguir dictando conferencias aquí y allá; todo esto con el único fin de poder tener tiempo y espacio en mi agenda para poder seguir escribiendo. Craso error: Axioma en mi existencia, nunca te adelantes a lo que el destino te tiene preparado, ya que como un juego de ajedrez, el destino sólo se dedica a mover piezas y ver que sucede. Y sobre todo, darnos la contra.

Dentro de mi experiencia en la universidad como estudiante, tuve alguno que otro conocido. En ellos habían como no, muchachos que se proyectaban hacia la política y la organización. Uno de ellos, joven y encendido dirigente estudiantil, lo reencontré al mes de llegar a Lima en uno de esos tantos cócteles nocturnos al que invitan empresarios o diplomáticos de apellidos compuestos a los escritores e intelectuales en general con el único objetivo de poder jalar agua para su molino. Jesús Ramírez, otrora dirigente estudiantil, se había granjeado una camaleónica carrera política a lo largo de los años. Estudiante eterno por quince años, se dedicaba a captar estudiantes recién ingresados para hacerlos participar de la política a su manera: Juntas estudiantiles, consejos de facultad. Los contactos y el dinero comenzaban a llegar. Bajo un primigenio ideario de izquierda, “Cuchara Roja” (como era llamado en su circulo, ya que vendía cucharas de plástico en los alrededores del comedor) era el encargado de hacer tomas, luchar por mas raciones en el comedor universitario, hacer tachas a los profesores q le convenían, y demás argucias. A lo largo del tiempo, el poder al igual que el trabajo asalariado enajena a los hombres.


Sin chistar, Cuchara Roja, cruzó todo el salón repleto de invitados. Yo, sin haberlo reconocido salvo por la voz de guarapero que tenía (gracias a la venta a viva voz de las cucharas), voltee ante su inesperado saludo:

- ¿El Sr. Escritor ya no se acuerda de los viejos amigos, compañeros de muchas veladas? Eso sería contraproducente, ya que un escritor desmemoriado es un peligro para la literatura misma.
- ¿Jesús? ¿Cuchara Roja?
- El mismo que viste y calza, compañero, digo, amigo.
- Hola- respondí sin mucho entusiasmo- a los años que nos vemos, no te reconocía salvo por ese timbre de voz que nunca cambiará.
- Hay cosas que no cambian hermano. Pero quería felicitarte, porque algo que tampoco cambia es tu sapiencia y brillantez al escribir. No creas que no he seguido tu fulgurante carrera literaria.
- Gracias hermanito, se hace lo que se puede – mentí descaradamente.

Los invitados atentos, no eran ignorantes al encuentro. Muchos seguían la escena con algo de sorna y observaban con el rabillo del ojo, mientras secaban los sendos vasos de whisky en las rocas. En el medio, los mozos, cual ballet anodino hacían malabares para poder servir las alitas bouchet nadando en mayonesa. Cuchara Roja también miraba a todos lados y a ninguno. Mientras hablaba tenia tics en las extremidades sin quedarse quieto. Como aquellos tipos que están a punto de robar un banco.

- A la par, mientras tú cosechabas premios y elogios, en suma representándonos, yo también seguí en actividad. “Acompañé” algunos gobiernos; si bien la mayoría se fueron al demonio, yo salí bien librado. ¿Sabes por que? Porque yo trabajo pensando en la gente, es mi sentir, mi pasión. Me he sacrificado 30 años, yendo y viniendo, en carreras borrascosas, luchando al pie del cañón, porque yo trabajo por y para ellos.
- Eso me alegra hermano- volví a mentir con alevosía. Yo creo que la gente como tú es la que se merece este alicaído país. Es la gente que en suma, hace patria. Hay otros que sólo atinan a salir corriendo tras el sueño cosmopolita.
- No te sientas aludido, mi escritor favorito.
- No lo hago Cuchara, digo, Jesús. Yo me fui, porque quise irme. No fui tan palurdo de enrostrarle a nadie mi periplo extranjero. No hice colas por arroz, azúcar, leche. No me bañaba en billetes, pero sin saber que hacer con ellos debido a que la inflación desbordaba como el vientre de nuestro hoy reelegido presidente….
- ……No hables tan fuerte, te pueden oír.
- ¡Vamos Jesús, no intentes tapar el sol, con un dedo! ¡Tu, mas que nadie lo sabes porque estuviste metido en esa chanchada con carné de por medio!- la gente miraba absorta la escena.
- Ya te lo dije, hombre letrado. Yo trabajo por la gente- respondió Jesús con gestos adocenados. Pero tranquilízate hermanito. Yo te vengo a proponer un negocio, bueno, no le pongamos ese rótulo. Digamos que es un asunto discreto, para quitarle el ribete con tufo materialista. Sentémonos por aquí.

Los entrañables desconocidos se dirigieron hacía un salón vacío. Tras pasar una primera puerta, se acercaron a otra más pequeña. Jesús le hizo una seña al tipo que estaba parado en el umbral.



Continuará...............