jueves, 7 de abril de 2016

Manual del perfecto Escritor Latinoamericano I





















Ni los viajes, ni los premios y mucho menos lo que escriben los periódicos de mi harán que yo me vea a mi mismo de manera diferente. Tal vez tengo más barriga, la barba y el cabello crecido y ahora opino sobre la política de mi país, pero sigo siendo el mismo niño callado y explosivo a la vez; aquél que escribió su primer y único poema a la edad de siete años. Y el mismo que le tuvo terror a la literatura gracias al escarnio que hicieron sus hermanos producto de ese mismo e infeliz poema. Pero siempre hay una gota que termina por derramar el vaso.

Entre papeles, sueños y desvaríos, me empeñé en leer El Quijote. Al no comprenderlo de manera satisfactoria me empeciné en copiar en un cuaderno viejo el libro mas leído de habla castellana. No sé como, pero al termino de 3 meses con sus respectivas noches tuve mi primer manuscrito (ajeno), pero que fue mi primera imagen hacia el futuro: ¿Escritor yo? Pero eso no da plata. No suelen ser reconocidos hasta después de muertos. Viven de cheques infames, de país en país, yendo y viniendo cual culpables que solicitan asilos y/o absorben cargos políticos impresentables. Nunca. Sobre mi cadáver.

Estudié Historia. Pero al cabo de 5 años me di cuenta que mi vida no podía pasarse entre papeles que escribieron otros, criticando textos, posturas y maneras con visible animadversión para culminar sentando las bases de mi visión. Única y exclusiva. Si así lo hubiese querido, ahora sería crítico literario. Cansado de trabajar en archivos o siendo asistente de algún sociólogo reconocido o congresista de la Nación entré en crisis existencial. Mi edad cronológica iba en ascenso y según el manual del buen Hijo estaba ya entrando en la etapa “Vete de una vez de casa y has algo con tu vida”. Los 25 años en nuestras mentes suelen ser un hito: El antes y el después de una vida aparentemente normal. Edad en la cual, para nosotros hombres, significa comprometerse con alguna mujer, mantener un hogar, jurarle amor eterno por medio de unas cuantas frases cursis y un anillo “que sea la alianza y la promesa eterna de nuestro amor”. O en todo caso tener algún hijo (al menos en proyecto a corto plazo), comprar el pan y el periódico los domingos, pagar la luz en casa de tus padres o lo que sea con tal que proyecte una imagen de madurez y/o estabilidad. Pues, ni lo uno, ni aquello, ni lo otro, ni nada.

De vez en cuando recuerdo la cara de mis compañeros de trabajo al preguntar… ¿Y que vas a hacer con la plata del aguinaldo? Ellos (ante mi rostro pensativo, no porque no supiera que responder, si no porque pensaba en la manera de sacarme de encima una pregunta tan inoportuna) se adelantaban y se auto respondían: “Yo ahora compraré mi juego de comedor y doy para la cuota inicial de mi carrito. Ya lo tengo todo planificado”, sentenciaban con total seguridad. Vaya hermano, que bien por ti, tienes el futuro asegurado ¿no? Dame un abrazo caray. Yo compraré libros. ¿Qué? Si, compraré libros. ¿Para vender? No, para leer, que puede ser peor. Vaya, se nota que eres soltero…Sus rostros lo decían todo. Yo era un marciano asqueroso, un inconsciente sin cerebro. ¿Cómo va a gastar 1000 soles (de esa época) en libros? Habría que estar loco. ¡Cómo si la situación del país estuviera para comprar libros! ¡No señor! ¡La gente muriendo de hambre y el comprando libros! Asqueado, pensaba sin cesar. Llegué a la conclusión de aceptar lo que antes era inconcebible: Largarme a escribir a secas. Con mis pocos ahorros inventé un viaje de estudios a Argentina. Ahí tomaría unos seminarios de Análisis de Textos (tan acordes a la teoría hermenéutica de la Historia). No me financié completamente el viaje. Mis padres con su módica pensión de jubilados recientes y sin otra obligación más que yo, colaboraron solidariamente.

Cruzado el charco, la instalación al medio fue en un santiamén. Alquilé un pequeño cuartito de estudiante en pleno centro de Buenos Aires. Entre la Av. Córdoba y la Plaza Rodríguez Peña. Solo, con la única compañía de mi maleta, mi Rémington fallada (con la tecla espaciadora averiada) y mis libros. El cambio tan brusco (en medio de todo) me chocó. Ahora, era yo, mi creatividad y un papel en blanco. Sería un mentiroso al decir que no pasé noches en vela, aterrado por la terrible “hoja en blanco”. Mis Hemingways, Sábatos, Cortázares y Ribeyros sólo atinaban a confiar en mí y ser meros espectadores. Entre ellos miraban el gran reloj inglés de Borges y seguro comentaban: “Es cuestión de tiempo Julio Ramón. ¡El pibe va a terminar largándose a escribir y nadie lo para che! “¿Vos crees que yo era feliz dictando clases de geografía en un colegio fiscal de la Provincia de Buenos Aires?” “Claro Sr. Cortázar, entiendo perfectamente, pero a veces uno tiene una desesperación ajena, mejor dicho, me preocupo por él. ¿Recuerda cuando le envié por correo a París ese cuento terrorífico y cuasi maldito acerca del cuaderno en blanco y un novel escritor? No quiero que el muchacho sucumba ante algo parecido. Espéreme un momento, voy a comprar otra cajetilla de Gitanes”.

Yo me debatía entre armar cuentos con dotes de humor y mucho sentimiento, reírme de mi mismo, o de los demás. Con la clásica estructura cuentística Normalidad + Nudo = Desenlace, me tiré a escribir. Luego de 5 meses de escritura ardua, entre copas nostálgicas, añadiduras de la vida, me topé con que había llegado a una veintena de cuentos escritos. Me bañé en lágrimas al ver plasmado mi primer manuscrito. Era mío, escrito por mí, creado por mí. Había pasado la prueba. ¡Era un escritor! Vaya declaración inconsciente, que con el tiempo me arrepentiría en algo haberla dicho. Pero no hay escritor “real” sin un lector “real”. Olvidé recordar que el rótulo de viaje de estudios a Buenos Aires, cuasi me obligaba a escuchar aburridas charlas sobre la interpretación de textos y otras cosas que terminaron por hastiarme. De ellas recogí un puñado de amigos entrañables, varios de ellos compatriotas “autoexiliados” con el único propósito de no ser profetas en su tierra. Con casi todos conservo la comunicación hasta ahora. Entre ellos mi ex esposa. Me extenderé sobre esto mas adelante.

En ellos confié para poder aprender a escuchar críticas, opiniones y elogios. Sin saber, un día, uno de estos amigos, convicto y confeso admirador de mi “obra”, envió una copia de ese conjunto de cuentos al ya extinto concurso anual de narrativa joven “Las Venas abiertas de Latinoamérica” (en honor a tamañaza obra de Eduardo Galeano) en España. Se tomó hasta la atribución de ponerle título (“A medias tintas”) Tal intromisión resultaría con una mención honrosa (3er lugar y publicación completa de la obra en 10 países de Ibero América) Tal vez hubiera sido interesante ganar aunque sea el 2do lugar (y cobrar el jugoso premio “consuelo” de 2000 dólares) Con el tiempo, sé que muchos lo habrían ansiado con toda su alma. Pero yo sólo era un aprendiz de escritor (por propia voluntad), el cual con el hecho de ya ser leído por 5 personas era feliz. No podía quitarme la cara de asombro, luego de tres meses en adelante. Cuando un buen día la Sra. Jiménez, la casera (tan peruana como yo, pero con un acento mas porteño que cualquier argentino se hubiera sentido no argentino ante ella) tocó mi puerta y me entregó un sobre membretado y con dirección de España. Lo abrí y casi muero, ya que pensaba que era una broma pesada. Dudé y caí al fin de cuentas que habría un error del correo y yo era algún homónimo del escritor premiado.

Mi sorpresa fue más grande aún cuando le comuniqué el hecho a Antonio Rivera, el chileno más buena onda que conocí en mi vida. El me confesó todo. Yo entré en crisis nerviosa. Ese día me pegué una de las borracheras más memorables de mi vida. Terminamos en uno de esos bares de mala muerte en plena Plaza Miserere cantando a viva voz el Himno Nacional de nuestros respectivos países, siendo expectorados del lugar junto a Moñito, un “ciruja” también peruano que conocimos ese día en la plaza. A las cuatro de la mañana, y tras haber bailado marinera con pañuelo en plena intersección de la avenida Puerreydón y Rivadavia, perdí el conocimiento. Desperté en mi cuarto con los mimos y la suave voz de Valeria, mi entonces novia (luego sería mi esposa), quien me susurraba al oído que me fuera a bañar de una vez, ya que traía un olor de aserrín mezclado con vómito de borracho. Recién luego de mirar por la ventana y rascarme la cabeza me hice la clásica y borrascosa pregunta: ¿Qué pasó ayer?

La noticia llegó hasta Lima. Varias revistas, algún periódico, así como algunos de esos amigos chismosos que no nos faltan, me llamaron por teléfono para darles mis impresiones acerca del premio “tan ansiado por los jóvenes escritores de nuestro querido país y nuestra valiente literatura”. Aburrido de toda esa gratuita exposición de mis textos, sólo pensé en mi familia, y en lo contentos y asombrados que estarían con todo esto. Mi madre lloró por teléfono, mi padre me felicitó con la seriedad que siempre lo caracterizó y mis hermanos (claramente entrados en tragos) no paraban de felicitarme y darme aliento: ¡Yo sabía que serias un gran escritor! ¿Recuerdas cuando escribiste esa poesía de chiquito? ¡Siempre te apoyé! (Suspirando pensaba en lo atrevida que sonaba la falta de memoria ¿Lo que es la vida no?)


CONTINUARÁ..........

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